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--- El jue 15-dic-11, Atilio Spadaro
De: Atilio Spadaro
Asunto: Obras ganadoras - Certamen "El organito"
Para: "Centro Cultural del Tango"
Fecha: jueves, 15 de diciembre de 2011, 2:23
Para disfrutar antes de las fiestas
Como cada año es un inmenso placer compartir con Uds. las obras ganadoras de nuestro Certamen Literario anual. Como fuera adelantado en la crónica de Rubén Fiorentino, publicada ayer, el oriental Horacio Silva Fagúndez se alzó con el primer premio en el rubro Cuento Breve, con su obra "Dos funciones de un organito", mientras que José Luis Frasinetti se coronó en Poesía, gracias a los versos de "Díptico para una pena", trabajos que publicamos a continuación, a sabiendas que las disfrutarán como nosotros.
Dos funciones de un organito
La primera entrada del organito y el organillero sordo al café y bar "Los amigos de Yatasto" fue más trágica que la segunda y ocurrió una tarde de otoño. Una tormenta, venida desde quién sabe qué profundo agujero del infierno nacido y criado en el Río de la Plata, había oscurecido la ciudad. Adentro, en el café, las mesas empezaban a chirriar adivinando la humedad que sería inminente en unos minutos. Recuerdo que yo había llegado una media hora antes, y me entretenía dibujando círculos de agua en la mesa con el fondo de mi vaso de ginebra. Todos los de siempre estaban allí. Y también, atraídos por la lluvia que ya se oía en los techos de las cuadras cercanas, algunos desconocidos, que fueron los que desparramaron y malentendieron esta historia. Antes de que el organillero entrara, había un profundo silencio, nadie puede decir hoy que fuera la calma que precede a la tormenta o un preámbulo artístico impuesto por el destino para la música de los tiempos idos que estaba por llegar. Desde mi mesa podía ver a la gente corriendo afuera y a las sombras de adentro: López deshilachaba unas hebras de tabaco, Rombito y Juan sacudían el polvo de tiza de la mesa de billar, esperando una pareja contrincante, los hermanos Lucio miraban a los que entraban con curiosidad, temiendo como siempre el ingreso de algún cana y los jugadores de truco alisaban las cartas que también empezaban a arquearse por el aire pastoso que entraba por las rendijas. Un trueno descomunal hizo temblar las paredes, las botellas se sacudieron un fantasma de polvo y los carteles de chapa que promocionaban bebidas que ya no existían largaron al piso cascarones de herrumbre. En ese momento se cortó la luz, y con en el último eco de la descarga, un segundo antes del aguacero, entraron el organito, su ejecutante y la cotorrita mojada que parecía como muerta en su hombro.
-Disculpen señores, pero entro para proteger el instrumento-dijo, entre guiños.
-Dele, nomás-le respondió el gallego desde atrás del mostrador, mientras encendía un farol.
Era un hombre flaco, o enflaquecido, usaba un sombrerito bombín y vestía un traje marrón, de trama transparente, un pañuelo blanco o amarillo le cubría el cuello que parecía el de un gallo viejo, con barba y bigotes quemados por el tabaco. . A pesar de la falta de carnes, se las arreglaba muy bien para levantar y mover la caja de madera a la que le quedaban dos de tres patas La cotorrita, comparada con el organillero, parecía la reina de Inglaterra. Todos giramos para mirarlos, mientras él pedía una caña y buscaba una moneda en los bolsillos. López me miró porque adivinó que no tenía. Ya calculaba que uno de los dos le pagaría el beberaje al viejo y me hizo saber con una mueca en su boca que “dejá, hoy me toca a mí”.
-Eh, amigo-dijo poniendo la mano cerrada sobre el mostrador- los parroquianos invitamos si usted hace sonar el organito, aunque más no sea para que no se escuche la tormenta.
Nos pareció que el viejo agradeció el convite con los labios ya puestos en el borde del vaso. Bajó la caña de un tirón, ante la mirada de reprobación del gallego a López que se escudaba alzando los hombros y poniendo cara de inocente, como si no hubiera podido evitarlo. Al bajar el vaso, López le hizo señas al gallego para que le llenara otra vez, pero el organillero se apartó del mostrador y tomó la posición de alguien que está por cavar un pozo en la piedra mientras se secaba los bigotes con la palma de la mano. Un rayo iluminó a todos de un modo extraño, como una especie de disparo que queda grabado para siempre en la memoria.
-Bueno, vamos a trabajar-dijo, poniendo a la cotorrita en el borde de la caja sonora.-Pídanle a Clementina que les diga la suerte y después vemos con qué repertorio andamos.
López miró a todos con complicidad y se agachó un poco hasta el ave. “A ver, Clementina, qué tenes para nosotros”. El bichito sacó una tarjetita azul violeta de una caja de fósforos que estaba pegada a la madera. López, esperó que un trueno se acabara y leyó, dicharachero
Viejos amores de tu vida/ no te dejan olvidar/ Cómo duele haber amado/ cómo duele recordar
El cilindro empezó a girar. Las notas volaron y una profunda melancolía de la que hacía tiempo estábamos privados nos hizo sonreír. “Música de organito” y “Cotorrita de la suerte”, pensé mientras los acordes recorrían un repertorio de melodías olvidadas y pintorescas. Reconocimos solo algunas “Empujá que se va a abrir”, “Rodríguez Peña”, “El otario”, “El porteñito”…Con los ojos cerrados, el organillero rotaba el manubrio con una mano y con la otra sostenía firmemente una de las paredes de la caja, y sonreía una sonrisa rara, que parecía en un llanto, con varias caras al cielo raso, como en un trance.
Pero entonces ocurrió la tragedia. Se hizo un breve silencio, la manivela giraba con un crujidito rasposo y silbante que no le habíamos oído hasta entonces y empezó a atacar con “La morocha”. Los que seguían el ritmo con el pie o con las manos quedaron como petrificados. Las miradas se cruzaron en la penumbra y fue López el que se animó a decirle:
-Ese tango, aquí no se toca.
El viejo no lo escuchaba y seguía dale que te dale con la manijita.
-Que ese tango, acá, no se toca. ¿Me escuchás? No se toca.
Nada. López y otros lo tomaron por los hombros, lo levantaron por los aires y lo tiraron afuera con cotorrita, organito y todo, al agua.
-Viejito de porquería-dijo uno, mientras lo mirábamos ponerse el sombrero aguado y alejarse sin entender, como quién huyera del diablo que acaba de saludarlo con una lengua de fuego.
Y nos quedamos allí todos los demás, pensando en la morocha, en la nuestra. Una mujer inolvidable y esquiva que bailó por estos andurriales como ninguna otra. Nos quedamos maldiciendo a quien nos había vuelto a despertar la nostalgia por unas pantorrillas como columnas griegas que hacían perder el sueño y un escote interminable, embrujador e interminable. Y el dolor perdido, el que pobremente habíamos tapiado con rutinas inocentes, que multiplicado recobrábamos ahora, parecía más sangriento, más vivo, más rojo. Ojos y labios de mujer venían a formarse en las sombras de los relámpagos; susurros de amor imposible nos torturaban con cada trueno. Descansábamos de cada lagrimón con un “viejo de porquería”, como un bálsamo de venganza ante los gemidos de bufoso que nos había quedado en el pecho después de escuchar su tanguito criollo. ¿Dónde estaría ahora? ¿Qué oscura barra de miserables estaría paseando las pupilas por sus tobillos y muslos que volaban, por su melena renegrida de ángel caído?
***
Pero antes de la segunda entrada, ocurrió el episodio de la mujer del pasado. Fue una tarde de primavera, qué ironía. Todos estábamos alrededor del radio de transistores recalentados. Se transmitía un Argentina-Uruguay que más debiera llamarse un Buenos Aires- Montevideo, porque qué técnico de los buenos conoce a las verdaderas luminarias escondidas en campitos o potreros que están más allá de los límites del Riachuelo, la General Paz o el Río Santa Lucía. Aburridos, ya no esperábamos un gol, sino que alguno de los centros half viera una roja por jugársela por su patria metiendo un tremendo patadón que le cortara la carrera a un hermano del Plata, cuando de pronto se escuchó la voz de la mujer pidiendo un guindado y una ginebrita. La miramos boquiabiertos, sin creer, sin querer creer por piedad. Tomó sus bebidas extrañamente mezcladas, nos sonrió a quemarropa, con cierta tristeza, con cierta vergüenza, y se fue. La seguimos, mudos y absortos hasta la puerta, López le preguntó a Rombito:
-No era, ¿no?
-No, no era. Esta es mayor…otra mujer, mucho más mayor.
El tiempo, implacable, nos daba una bofetada a cada deslucido vaivén de las caderas de aquella mujer.
Un pibe que siguió escuchando el partido se nos vino gritando “¡Ehhh, echaron a dos uruguayos y un argentino le está dando la biaba al juez!, ¡se puso bueno, se puso!” Nadie le prestó atención, solo teníamos oídos para las mentiras que nos estábamos inventando.
***
Unas semanas, unos meses, unos años después- quién puede decirlo con certeza- “Los amigos de Yatasto” se preparaba para una merecida desratización y limpieza de plagas, impuesta a punta de revólver por el municipio y bajo amenaza de cierre. Todos esperábamos en la vereda la llegada del DDT. Yo pude ver un puntito marrón que avanzaba por la calle, a los tumbos. Codeé a uno y le hice una seña con el mentón. A lo lejos se veía a un hombre y una caja de madera de dos patas con la noble figura de una cotorrita pintada en el costado, con un fileteado impecable de “En memoria de Clementina, la cotorrita adivina”. En cuanto nos vio, el organillero rajó como pudo, arrastrando la caja con una manito flaca y reseca. Los muchachos lo alcanzaron y lo trajeron como a un reo. Le sirvieron un vaso de caña, lo sentaron en la mejor silla del bar, lo rodearon tal como se lo hubiese rodeado al papa. Con los ojos llorosos, con el aliento perdido de quien pide un último deseo, le pidieron “La morocha”.
Horacio Silva Fagúndez - Paysandú (Uruguay)
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